Lo que escucho cada vez que vuelvo de la locura
I. En 1964 me fui de viaje, y nunca más
volví. O es que aún sigo volviendo...
II. Es que quizá no se puede volver nunca de este tipo de viaje. O es que, tal vez, partes fundamentales de uno mismo quedan impregnados, para siempre, en los distintos paisajes que dejamos atrás.
III. Creés saber de qué hablo, pero no. No naciste como yo, en Disneylandia. Yo nací para darte placer. Vos y yo no somos iguales.
IV. Cuando era chico no me pasaban demasiadas cosas. Pero era un chico divertido. Contaba cosas y entonces todos reían. Relataba cosas que supuestamente me habían sucedido, pero mentía. Mentía, mentía y mentía, para hacerlos reír. Porque era mejor, la vida era más fácil, si ustedes reían.
V. Me quedaba para mí un resto interno. Un pasaje húmedo donde van a dormir los pájaros, detrás de la cascada.
VI. No puedo pasarme los días escribiendo, ni hablando con ustedes. No puedo pensar en comprarme una guitarra. No puedo pasarme los días intentando hacerlos reír. Mamá no va a entenderlo.
VII. Por un tiempo callé, y no hice reír más a nadie. Estaba creciendo y necesitaba silencio para poder fantasear. Entonces salí de la piedra y transité unos cuantos pisos de madera. Fue también el tiempo del preámbulo de la guerra.
VIII. No había entonces donde escapar, pero yo no lo sabía. Y hubo una nueva declaración de guerra, de una guerra que venía de antes, que era eterna. La guerra de los colores, azules contra colorados, negros contra blancos, gorilas contra corderos… Ah, estos no son colores…
IX. Ah, la belle epoque… Oímos vaudeville, comimos croissants, nos enamoramos con Jean Paul y Simone, y aprendimos que el avant-garde no era más que curvar rectas y enderezar curvas...
X. Es así, a my generation no le quedó mucho más que ponerse a ver películas; megaproducciones de presupuestos faraónicos, con cotizadísimas superestrellas y millones de efectos especiales; es decir, películas mudas.
XI. No iba a ser de extrañar, así, que me sobrevinieran altibajos.
XII. Entonces me di cuenta que estaba viviendo en el sótano de la existencia. La más feroz dictadura imperaba en planta baja. Y tenía el altillo lleno de ratones.
XIII. Había enfermado de fiebre de sábado por la noche, pero los domingos en casa solo se oía tango, y, aún, el eco de un canto de sirenas todavía procuraba perfilarse desde los días de la infancia.
XIV. Habrá también en mí un involuntario e inconsciente persistir, en ese estado de seguir siendo yo.
XV. Pero la angustia me condujo a beber, y esto iba a llevarme a procurar hacer música. Me puse a soplar botellas.
XVI. De manera mucho más responsable, me puse a estudiar guitarra. Pero no fui muy lejos con esto… Mis dedos, mi mente y mi alma, para estas fechas, se hallaban ya suficientemente adocenadas… No tenía un arpegio que me acompañara en mis ejercicios. Entonces, me resultó imprescindible un arpegio para acompañar a un chico que aprende guitarra.
XVII. Y fue por esta época que entablé contacto con la secta de los hombres voladores.
XVIII. La vida se volvió un misterio.
XIX. Mientras el mundo dormía su sueño.
XX. Y con los hombres voladores, en su accionar subversivo, casi diría, delictivo, fue que emprendimos el asedio al castillo.
XXI. Entonces Dios mostró sus dientes, afilados y de vidrio, y nos picó en las heridas.
XXII. Y el misterio se volvió vida.
XXIII. Iban a pasar años hasta conocer el amor verdadero, y las astillas de un amor enloquecido.
XXIV. La vida se hallaba electrizada; los pajaritos, electrónicos.
XXV. Fisuré, debo reconocerlo. Abandoné a los hombres voladores y me volví adulto. Cometí un par de crímenes, de los que me avergüenzo. Quise enmascararme, pero entonces me di cuenta que ya tenía puesta una máscara. Me volví el horror de la noche, el vengador oscuro. The psychokiller.
XXVI. Me quedé en mi casa, luego, cavando una fosa alrededor de la mesa con mi caminar, por no ir a morirme a la tuya.
XXVII. Hasta que la señora Resignación me hizo suyo a mí también. Entonces volví a sentirme libre.
XXVIII. En mi derrotero, en ese nuevo estado, hallé a unas cuantas almas perdidas.
XXIX. Pero hubo algo que no iba a cambiar en mí: Yo nací para darte placer.
XXX. Pasé un año en Barcelona, fumando hachís, y se me llenó la cabeza de humo.
XXXI. Mientras tanto el mundo seguía siendo una ruina. El mono seguía comiendo tipitos.
XXXII. Pero hasta en el más crudo invierno brotan retoños…
XXXIII. Las generaciones se renovaron y hubo nuevas maromas de revolutas.
XXXIV. Siempre fui un profeta… O nunca tuve tierra, bah.
XXXV. No solo creí haber nacido en Disneylandia, además, pensé que yo era Mickey Mouse; como sea, alguna vez, mi realidad no fue tan monstruosa.
XXXVI. ¿Y?... (La natural).
XXXVII. Pero nunca bajé los brazos (sea lo que eso signifique).
XXXVIII. Y estaba toda esa cosa del Fausto, criollo o no, ahijuna. Aunque a mí también el diablo llegó a caerme simpático. Pericón.
XXXIX. Los griegos inventaron las tragedias. El resto de la humanidad las compró.
XL. Y no vayan a creer que alguna vez no llegué extrañar a aquel amor enloquecido.
XLI. Pero, finalmente, se iba a acabar el misterio, al menos para mí. De ahí en más, el tiempo ya no me pertenecería, ni yo a él.
XLII. Estoy harto. De la mujer-isla, que quiere encerrarme en su isla-vida, nada más que porque llegué ahí en procura de mis cacahuetes. De los decrépitos mastodontes raquíticos (emocionalmente hablando). De los locos porque sí. Estoy harto. Estoy harto de la cultura.
XLIII. Finalmente, cambié de apellido y de patria, y cambié de religión. Por poco también cambio de sexo. Esto despertó en el mundo aversión hacia mí, pero yo tenía derecho a realizar esos cambios. Yo amé al mundo y me marginé de él. La historia de un amor que no pudo ser.
XLIV. Pero, cada tanto, como que algo iba queriendo despertar en mí…
XLV. Porque, también al final, el brillo de tu mirada era la evidencia de que no todo es cognoscible; de que la vida y el mundo no son más que como claros dispersos de un bosque encantado; de que la verdad es, aunque se la encierre en cajas de música.
XLVI. Y que vivir la vida podía ser una aventura.
XLVII. Necesitaba nada más que un poco de consenso, un sentido común, que por una vez en la historia no hubiera que desear un milagro…
XLVIII. Y no reparé en que vos eras el paisaje, el mapa, mientras recorría tus curvas…
XLIX. Alguna vez dudé acerca de si los amaba o los odiaba, o si me resultaban absolutamente indiferentes. Ustedes, los que me leen. Lo cierto es que mientras ella esté, ustedes jamás me podrán resultar indiferentes.
L. Los he odiado y los he amado a todos ustedes, los que leen, con las vísceras. Y quisiera poder perdonarlos a todos, pero en algunos casos, el cuerpo no me responde. Pero mientras ella esté, todos seguiremos siendo uno, todos seguiremos siendo lo mismo. Vos, yo, la humanidad.
Etiquetas: Y yo qué sé
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